El cuerpo de las cosas
Autor: Imma TurbauTítulo del texto: El cuerpo de las cosas
Publicación: Javier Marín – Casa de AméricaProyecto/ obra: ChalchihuitesPublicado por: Agencia Española de Cooperación Internacional, Madrid / Barcelona
El cuerpo de las cosas
Imma Turbau
A veces olvidamos que sin el cuerpo no habría alma, o algo semejante. Que el talento, falto de instrumentos, no podría existir. Que las cosas, inanimadas, requieren de apariencia física para hacerse presentes. Que todos los sentimientos buscan un órgano donde alojarse: el amor, en el corazón; la envidia, en los dientes; la ternura, en la piel… Javier Marín lo sabe, y crea. Y no sólo otorga existencia a sus esculturas; en el mismo acto las dota de algo más duradero que la vida, que va más allá porque poseen significado y sentido, de modo individual y como grupo de seres, y porque provocan sentimientos que de otro modo no existirían en las personas que las ven.
Pero no todo es orgánico, dinámico, en su escultura: hay una firmeza y una rectitud que derivan de su respeto por la pureza de las formas; pureza que trasciende los límites y se instala en la frontera misma de lo impuro. Hay una traición al aire de los tiempos actuales y una fidelidad a sí mismo, que su obra transmite sin necesidad de explicación; la coherencia de sus trabajos es más elocuente que cualquier texto que se pueda escribir sobre ellos.
En esta instalación de la Casa de América nos enfrentamos a elementos propios de la mitología azteca, como los ojos de Tláloc convertidos en aros que descansan sobre el gran andamio frontal; encontramos una estructura inspirada en los antiguos aztecas, la cual sirve de base a una forma de arte que quizá también ellos imaginaron como tal, pues el conjunto respeta cánones estéticos muy anteriores a su formulación expresa. Las esculturas de Javier Marín, sus partes, los miembros que las hacen, conforman la esencia de la pieza, aquello que el arte a veces nos regala sentir.
En el centro de todo, el ser humano. Hombres y mujeres de verdad, hechos, belleza que es más por su voluntad y libertad que por los rastros de facciones que se considerarían hermosas en nuestros días. Hay un ser humano, que es casi una promesa, y su experiencia. Seres vivos con la rara cualidad de ser ex-votos de sí mismos, de transmitir con su aparente desarticulación una victoria, un trofeo que resulta de haber superado una dura prueba. Sus cuerpos ofrendados muchas veces, usados, tan tocados — pues el tacto del artista está en cada uno de ellos— que nadie dudaría de su existencia, al menos en otro mundo, en un lugar donde las cosas que importan son las que has vivido y no las que te han contado. Y es que en las piezas hay sangre, y no sólo en sentido figurado o simbólico.
Javier Marín integra materiales antiguos y modernos en un raro sincretismo de la textura, que genera la voluntad de tocar la pieza, de saber qué se siente, porque nadie puede dudar que el tacto de las esculturas de Javier Marín es como el tacto de la seda: una vez que se ha sentido, ya no se puede olvidar. Hay un extraño y fascinante entendimiento entre nuestras manos y las piezas, cuando se tocan. Un vínculo de consanguinidad imposible.
Porque la obra está tan cargada de significado, posee las cualidades más altas que el arte puede ofrecer: el poder de transformación, la capacidad de provocar dudas, la comprensión instantánea del sentido y la noción de camino y de recorrido, de progreso. Javier Marín sabe lo que busca, pero no con una certeza satisfecha, sino con el ahínco de un creador que necesita sacar de su interior algo que sería imposible guardar para sí mismo, que es necesario compartir. De ahí brotan sus criaturas, nuestros compañeros, nosotros mismos convirtiéndonos, si tenemos suerte, en uno de sus modelos.
Modelos humanos que, lejos de imitar, existen, son nosotros.
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