Javier Marín – La Estafeta del tiempo
Javier Marín: La estafeta del tiempo.
(fragmento)
Silvia Cherem
La Catedral, vieja conocida.
Cuando Javier expuso en Zacatecas en noviembre de 2005 visitó más de una vez la catedral, situada en la calle Hidalgo, entre el mercado y la Plaza de Armas. Le impresionaba su belleza barroca, su cantera rosa, sus columnas salomónicas churriguerescas, pero detestaba que fuera un mero cascarón. “Siempre hacía yo la misma reflexión. La veía por fuera y decía: ¡qué increíble catedral! Me fascinaba su exuberancia barroca, pero al entrar se me caía el ánimo: no había a dónde dirigirse, carecía de algún punto importante”.
Marín no toleraba el interior aciago de aquel monumento artístico construido por mineros en el siglo XVII y cuyo retablo quedó inconcluso. En ese sitio desnudo, a principios del siglo XIX hubo un retablo de cantera, quizá diseñado por Manuel Tolsá entre 1803 y 1847, el cual fue desmontado en 1852, provocando un vacío arquitectónico y litúrgico. En aquel año se construyó un baldaquín o ciborio, lo que se llamó ciprés en la Nueva España, es decir, una pieza cuadrada o rectangular de tela lujosa sostenida por columnas para coronar el altar o tabernáculo, a la usanza de los templetes de los primitivos templos cristianos. La tela acabó por desgastarse y el baldaquín fue sustituido en 1895 por un mural de Manuel Pastrana, una alegoría que aludía a la Asunción de la Virgen. Tampoco duró. Veinticinco años después retiraron la pintura para finalmente construir un ciprés de mármol de Carrara que, junto con la policromía del interior del recinto, se eliminó en 1964, dejando a la catedral hueca, sin ningún elemento de remate. “Hace algunas décadas rasuraron todo —dice Javier— Pelaron los altares, pusieron muebles simples, colgaron focos ahorradores sobre los candiles de prismas. El muro del retablo principal estaba vacío y yo sólo me preguntaba: ¿cómo era posible que un monumento tan estupendo hubiera llegado a ese nivel? Me dolía su desnudez. Era como que lo hubieran lavado con cepillo de alambre para arrancarle las huellas del tiempo, el color, su sabor…”
Lo curioso es que desde niño ideó cómo resolver un retablo barroco y, por ello, pudo crear casi a vapor una propuesta para el concurso. Noveno de diez hijos, Javier jugaba con su hermano Alfredo, un año mayor, y con Jorge, el más pequeño de la familia, a hacer maquetas para eventualmente construir una ciudad completa, jugando a ser arquitectos como su padre. “Yo no era de hacer casas, calles ni hoteles. Alfredo y Jorge cuidaban hasta el más mínimo detalle: los silloncitos, las fuentes con sus piedras, los portones y ventanales, los cuadros que adornarían cada pared y hasta los camellones de las avenidas. A mí eso no me entusiasmaba y preferí hacer una iglesia con su retablo barroco, bien dorado. Recorté un cartón, hice un arco de medio punto y con plastilina fui pegando columnas, santos, angelitos y montones de ornamentos. Fue barroco como el de aquellas iglesias que proliferaron en México en el siglo XVll. Me encantaba esa exaltación de la belleza que acerca a la espiritualidad”.
Recuerda que visitó Nuestra Señora del Pilar “La Enseñanza” y la Catedral Metropolitana, ambas en el Centro Histórico del Distrito Federal, y el Templo de Tonantzintla en Puebla, exuberantemente barrocos. Asimismo, sospecha que su imaginario abigarrado surgió de los libros que su papá atesoraba en casa, específicamente de La divina comedia, ilustrada por Gustav Doré, que alguna vez calcó con tinta china sobre papel cebolla. “Me acuerdo de la sensación de ambigüedad que me provocaban esos desnudos, recargados de detalles. Me invadía un morbo obsesivo, quería y no quería verlos. Estaban los cuerpos colmados de erotismo, los rollos de carne, pero había algunos mutilados sufriendo horrible. Cerraba el libro y volvía a abrirlo. Así era todo el tiempo, una extraña mezcla entre placer y dolor”. Dice que esta ambivalencia con respecto al cuerpo la padecía también con el discurso moralista y pecaminoso que mamó de su madre devota, quien trataba de transmitirle el ideario religioso. “La Iglesia condena la desnudez —señala— y al mismo tiempo presenta a los santos torturados en posiciones sensuales. Cuando comencé a crecer y a cobrar conciencia, lo cuestionaba todo. Me parecía extraño, un tanto perverso, confundir sensualidad con martirio. El mismo cuerpo de Cristo es doliente y sacrificado”.
A Marín le simpatizó saber que el convocante para realizar el retablo fuera el Estado y no el clero. Especialmente el gobierno de Zacatecas, célebre por promover el turismo cultural, un estado que ha enaltecido a sus hijos pródigos dedicándoles sobresalientes museos. “Me encantó conocer a la gobernadora y saber que, por un genuino interés por la cultura, estaba detrás de la remodelación de la catedral”, dice. Confió en que habría un jurado justo. Le complacía que una obra de esa naturaleza fuera sometida al escrutinio en un concurso: “deseaba que el retablo no fuera asignado por dedazo”. Se convenció, además, de que sus personajes, vestidos o desnudos, podrían tener la misma fuerza expresiva. “El vestuario, que alguna vez me permitió vivir—afirma Javier— no me resultaba tan ajeno. Pude resolver con mucha facilidad el movimiento de los paños de los santos, eran una extensión del cuerpo mismo”. Santos o no, sus cuerpos aludirían por igual a la melancolía, la hipocresía, el abandono y la soledad. Especialmente disfrutó la idea de intervenir una obra arquitectónica creada en otra época: partir de otro siglo y llegar al actual, como si alguien le estuviera pasando la estafeta del tiempo.
La conceptualización, dice, surgió casi de un tirón: un diseño geométrico de ritmos precisos y lineales, trazos paralelos que contrastarían con las esculturas barrocas de líneas curvas, que ubicaría en composición ascendente. Recubriría todo el retablo con hoja de oro de 24 quilates, sería un lingote de oro que la gente pudiera rodear. El oro que se ofrece a Dios, el oro metal precioso, pero también, el oro de los excesos que a menudo está presente en recintos en los que se predica la pobreza. La Iglesia aportó la advocación de los santos a incluir en el retablo. La Virgen María como Virgen de la Asunción, santa patraña de la catedral, sería la figura más elevada para representar su asunción en cuerpo y alma al cielo, dogma que en la religión católica y ortodoxa se definió a partir de 1951 como Assumptio Beatae Mariae Virginis, símbolo de la mayoría de las catedrales del país. “Me fascinó mi Virgen —asevera— supuestamente debían cargarla unos ángeles. Yo los quité, tampoco le puse alas. La dejé flotar a su antojo”
Más abajo en juego de pares irían: San Joaquín y Santa Ana, los padres de la Virgen que la concibieron en la vejez, cuando eran ya tachados de infértiles, un relato del que sólo se habla en algunos evangelios apócrifos como el Protoevangelio de Santiago, donde se destaca que lograron concebirla después de que San Joaquín hizo penitencia durante cuarenta días y cuarenta noches para curar su esterilidad. Dice Marín, quien no tiene hijos de carne y hueso, que mientras modelaba a San Joaquín se preguntaba incrédulo: “¿Qué Dios puede procrear un hijo infértil, para luego condenarlo por eso?” En un plano inferior, seguirían San Juan Bautista y San Agustín. “Pareciera mágico: a San Juan Bautista, el profeta que murió decapitado por la lujuriosa voluntad de Salomé, fue el único al que se le cayó tres veces la cabeza. Finalmente lo dejé así. En la maqueta todos la tienen, menos él”, cuenta. En línea descendente, ubicaría luego a San Francisco y a Santo Domingo, a San Ignacio de Loyola y a San Antonio de Padua, para rematar en la parte inferior con los mártires zacatecanos: San Mateo Correa, fusilado en 1927 por negarse a violar el secreto de confesión, y el beato jesuita Miguel Agustín Pro, también cristero. Este último, cuya santificación está en proceso en el Vaticano, fue acusado por el Estado de participar en actos de sabotaje y terrorismo contra el gobierno, específicamente se le inculpó de conspirar para derrocar y asesinar al presidente Álvaro Obregón, delito que nunca le fue probado.
En mayo de 2008, un chofer se encargó de entregar al gobierno del estado las maquetas, física y virtual, los planos y las fotografías. Javier luego sabría que su seudónimo fue CZMC08, un código incomprensible que el emisario hábilmente tomó de algún plano cuando le exigieron un sobrenombre. “Había un seudónimo puesto por los arquitectos, no me acuerdo ni cuál era porque yo salí corriendo. Acabé dos minutos antes de la entrega, hice la maleta y partí a ese recorrido mortal en Europa que incluía numerosos eventos en Italia. Iba presionadísimo, nervioso, acelerado, sin tiempo…”.
Tras la inauguración de su instalación urbana en la Piazza del Duomo y la iglesia de Sant Agostino, en Pietrasanta, que gozó de crítica muy alentadora, Javier se marchó a Pekín. Había participado en la Tercera Bienal de Arte de Beijing, convocada por el gobierno chino, cuya edición anterior había ganado el mexicano Arturo Rivera. Participaban en ese 2008 cerca de ochocientas obras de artistas procedentes de ochenta y un países. Cuando llegó al evento encontró su nombre en la lista de los mexicanos participantes. Paloma, su amiga desde los tiempos de estudiantes en la Academia de San Carlos, lo abordó acelerada: “Córrele Javier, ¡ganaste la Bienal!”. Marín se quedó pasmado, no podía creer el alcance logrado por su “Torso de mujer con cuatro cabezas intercambiables”. “Para mí era una chiripada, nunca había ganado nada”, sostiene. La ceremonia ya había iniciado, hablaban sólo en chino y Marín llegó justo a tiempo para colocarse, vestido informalmente de jeans y playera, entre los organizadores trajeados que pronunciaban su nombre con un sonsonete incomprensible.
Retornó nuevamente a Europa en noviembre de 2008 para la inauguración de sus caballos monumentales en Milán. Fue ahí, mientras viajaba a Turín para una rueda de prensa previa a otra de sus exposiciones, cuando recibió la llamada en su celular de Rafael Flores, el secretario de Turismo de Zacatecas. “¿Javier? —Preguntó quién lo había convocado al concurso— ¡Ganaste! Estáte atento del teléfono porque te hablará la gobernadora Amalia García para darte oficialmente la noticia: serás tú quien hará el retablo de la Catedral de Zacatecas”. El fallo del jurado se dio a conocer a los medios de comunicación el 25 de noviembre de 2008, en el Centro Platero de Zacatecas. La investigadora del Instituto de Investigaciones Estéticas de la Universidad Nacional Autónoma de México, Clara Bargellini Cioni, quien presidió el jurado, anunció que el voto fue casi unánime porque el proyecto de Marín cumplía con el pasado y era al mismo tiempo contemporáneo, aportando un nuevo valor a la Catedral de Zacatecas. Por si las noticias de éxito no fueran ya suficientes, en esos días el gobierno de La Haya le pidió a Marín que sus jinetes cabalgaran de junio a septiembre de 2009 en la Lange Vorhout, conocida como “la avenida más bella de Holanda”.
Dicha instalación fue calificada por la prensa como “el evento escultórico más importante celebrado en años” y fue inaugurada por Jan Peter Balkenende, primer ministro del Reino de los Países Bajos, y por los directivos de la fundación Den Haag Sculptuur. En 1996, al ser entrevistado por su exposición en el Palacio de Bellas Artes, el máximo recinto cultural del país, me dijo que su meta era abrirse al extranjero, no quedarse como artista local. Tenía entonces treinta y cuatro años. Ahora, catorce años después, su nombre resuena en Europa con voz contundente y crítica. “Puras cosas buenas han estado sucediendo —afirma a sabiendas de que su ‘suerte’ se ha alimentado de disciplina, trabajo incesante, constancia, visión y, también, de una pequeña dosis de buena fortuna— Ha sido uno de esos periodos de la vida en que todo va por buen rumbo: Europa, Beijing y ahora Zacatecas”. El plazo para terminar el retablo, una superficie de diecisiete metros de alto por diez de ancho, fue de año y medio. “No me dio tiempo ni de ponerme nervioso”, asegura. No tuvo límites ni cuestionamientos de ninguna especie. “Ni un obstáculo, ni un roce, ningún regateo o desacuerdo. Nada”, sostiene.
“Me veo reflejado en cada una de las piezas, no porque me corte las venas con la historia de cada santo, sino porque son mi vivo reflejo, como sucede con cada uno de mis desnudos. Es un retablo de muchos Javieres. Una parte de mise ha vestido de San Ignacio de Loyola, otra de Santo Domingo o de Santa Ana”, dice. A “sus santos” les vendrán a depositar ruegos y rezos, se arrodillarán ante ellos para pedirles milagros. “Prefiero no pensar en ello”, dice. Antes le pasó con uno de sus torsos desnudos que se instaló en un hotel en Cancún y que el arquitecto Ricardo Legorreta le contó que los mayas se persignan ante él. Asevera que, en estos meses en los que ha estado elaborando el retablo, ha pensado que no hay mucha diferencia entre el fiel que venera a un santo en una iglesia y la gente que llega a un museo a idolatrar una obra de arte. “En ambos casos implica un acto de fe, una razón para creer”, afirma. Sostiene que la gente entra al museo con excesivo respeto, habla en voz baja, reverencia la obra de arte y deposita en ella su necesidad de creer que el arte existe, que puede generar cambios, transformar la realidad y conmover. “Como sucede con la imagen religiosa, el arte es una convención que ‘produce milagros’, es también vehículo de culto. No en balde la religión católica ha utilizado al arte para llegar a la gente. ¿Hasta dónde la Capilla Sixtina o el arte sacro serán obra artística y hasta dónde imágenes de culto?” Romperá los moldes del retablo, con todos sus componentes, porque desea que sea único. “No quiero que se malentienda: no soy el artista que hace santos”, sostiene. Este trabajo —asegura— le deja huellas a nivel estético y en lo personal, rastros que lo incitan a cuestionar su pasado y educación. Ha intentado buscar los hilos conductores de su historia, resaltar conductas y patrones que lo determinan, pero a final de cuentas se apoltrona en la desmemoria. Olvida o idealiza a capricho los tiempos pasados. Disfruta el hoy y, aunque el reconocimiento a su obra es rotundo e inevitable, ante los medios no pierde oportunidad para mostrarse como un ser ordinario de gustos populares que disfruta los libros de Harry Potter o la música de Gloria Trevi.